El lazo rojo y la gata
Por: Soledad de los Ríos
Quisiera agregar algo, todos los relatos originales que publico en mi blogger, también se encuentran en la página de TusRelatos.com, por si alguien se les apetece verlos y puntuarlos.
También quisiera agregar que estoy incursionando en varios géneros literarios, el día de hoy he escrito un relato romántico basado en dos leyendas japonesas; "el hilo rojo" y "el gato de la fortuna" .
Sin nada más que decir, espero disfruten de la lectura.
"Relato de amor entre dos jóvenes, vista desde los ojos de una pequeña felina. Basándome en las leyendas japonesa del hilo rojo y el gato de la fortuna; esta historia trata sobre la promesa de dos amantes que juraron reencontrarse, luego de que las vueltas de la vida los separara"
Había
una vez una gatita rabón de color marrón, blanco y negro llamada Mía que vivía junto
con su dueña, la joven Carla, en una casita de campo en que cultivaban grandes
y hermosos duraznos.
Era
época de primavera y las copas de los árboles rebosaban en rosa pálido, sus
flores darían pronto duraznos grandes y jugosos como les gustaba a Mía.
La
pequeña gatita disfrutaba del espectáculo tendida cómodamente en una de las
ramas, los pétalos de duraznos caían armoniosamente sobre su lomo. Mía se
estiró aburrida sobre las ramas abriendo su hocico a tal punto que uno de los
pétalos término pegándose en la punta de su lengua. Bufó molesta, intentando de
quitárselo, y tras muchos intentos, el pequeño pétalo rosa acabo atascado en
uno de sus bigotes.
–Mía,
ven a comer –le llamó su dueña, a lo que la gata maulló contenta, bajando como
un rayo de entre las ramas y entrando como una hoja delicada por la ventana.
La pequeña bola de pelos
se dirigió gustosa a su rebosante plato, comiendo con apetito hasta que sus
redondos ojos jade notaron una peculiaridad en una de las manos de su dueña y
amiga.
–¿Recuerdas
este lazo rojo? –se lo mostró, llamando la atención de Mía, en tanto se
saboreaba los restos de comida de su hocico–. Este lazo era más largo ¿Ves?
La gata olfateó el extremo
cortado de tan extraño lazo, recibiendo una caricia de su dueña.
–Era
mi lazo de pelo, lo corté para regalarle la otra mitad a un amigo de la
infancia. Aún recuerdo la promesa, de mantener cada lazo atado a una muñeca;
después de tanto tiempo lo encontré mientras limpiaba mi habitación.
Llegó
el atardecer y los últimos rayos acariciaban las copas de los árboles, en uno
de los cuáles, Mía había vuelto a dormitar amurrada en su rama favorita, y siendo
cubierta por los pétalos de durazno.
Cayó
la noche, y el cielo comenzaba a oscurecer como una brisa tibia chocaba con el
pelaje de la gata, y comenzaban a caer pequeñas gotas, y una de éstas muy
helada, aterrizó en su nariz. Mía ronroneó molesta, y en medio de la oscuridad,
buscó la pequeña ventana que Carla siempre le dejaba abierta. Dispuesta a
regresar al cobijo de su hogar, la gata saltó de rama en rama hasta que una luz
proveniente de uno de los senderos llamó su atención.
Como
todo felino, ella no pudo evitar la curiosidad y trotó para ver de qué se
trataba. Resguardándose de la lluvia bajo un árbol, Mía pudo de qué se trataba
de un joven, no mayor que su dueña, con su bicicleta y una linterna; claramente
para la felina, aquel muchacho estaba perdido.
Entonces
los ojos de Mía se abrieron como platos, pudo vislumbrar un lazo rojo, un tanto
maltratado, atado a la muñeca del chico.
Ella maulló con fuerza y movió una de
sus patas para llamar la atención del viajero.
Éste estaba intrigado, ya que juraría que la gata le llamaba con su
pata, y al verla seca bajo del árbol, se apresuró a resguardarse junto a ella
de la llovizna primaveral.
–Hola
bonita ¿También estás pérdida? –Mía se subió a una roca para estar a la altura
del lazo del joven– ¿Te gusta? Es la mitad de un lazo que me obsequió una
amiga, lo tengo como amuleto desde entonces.
Mía
dió un gran maullido, y de un mordisco le arrebató el lazo para después correr
por el sendero, volteando siempre para asegurarse que el joven viajero le
siguiera los pasos con una gran preocupación en el rostro.
Luego
de varias piruetas, la gata consiguió entrar a la casa por su ventanilla,
seguida por el muchacho casi sin aliento y que golpeaba la puerta con
desesperación.
El joven viajero fue recibido por una somnolienta Carla, y antes
que él le reclamara el lazo de vuelta, se quedó helado al ver que la dueña de
casa tenía un lazo rojo idéntico al suyo atado a la muñeca.
Ambos
jóvenes se intercambiaron miradas en silencio, en ese momento, Mía subía por el
hombro del muchacho para devolverle su lazo rojo.
–¿Juan?
–la pequeña gata le dió unas palmaditas en las mejilla para despabilarlo.
–¡¡Te encontré!! –gritó de
felicidad el viajero, abrazando a Carla, en tanto Mía maullaba alegremente.
Seis
primaveras transcurrieron desde esa noche, y bajo uno de los árboles de durazno
recién florecidos, había una pequeña niña de cuatro años disfrutando de la
lluvia armoniosa de pétalos y cuyo cabello estaba amarrado curiosamente con un
lazo rojo que tenía un lado más gastado que el otro. Y en su regazo, descansaba
plácidamente Mía, que disfrutaba de las caricias de su nueva dueña.
Fin.
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